ESTE es un fragmento de el relato LOS RICOS SUSLEN SER GENTE EXTRAÑA del checo Ivan Klíma (Praga, 1931), perseguido por nazis y comunistas, es autor de una rica obra literaria. En este cuento, en exclusiva para Letras Libres, y traducido directamente del checo, hace una metáfora de los nuevos valores que triunfan en su país.
Hay hombres que aman a las mujeres, otros el alcohol, la naturaleza o el deporte, otros a los niños o al trabajo, hay hombres que aman el dinero. Seguramente el hombre puede amar a más de uno de los anteriores, no obstante da preferencia a algo sobre lo demás. Siendo suficientemente ambicioso, tiene la esperanza de alcanzar lo que verdaderamente anhela.Alois Burda amó el dinero y le sometía todo lo demás. Bajo el régimen pasado era administrador de un negocio de venta de automóviles, bajo el nuevo régimen abrió un negocio propio. Bajo el régimen pasado manejó con habilidad ese pequeño número de autos que tenía para la venta. Pronto encontró la manera que le aseguraba el soborno más alto. Después de la revolución, las comisiones por ley le dejaban aproximadamente las mismas ganancias que había tenido antes de la revolución. Alois Burda entonces era un hombre rico, ya en los años setenta se construyó una residencia familiar cuya superficie habitable según las leyes vigentes no alcanzaba ciento veinte metros cuadrados, sino que los superaba tres veces. En la residencia tenía un gimnasio, una piscina techada, tres garajes, y al lado de la residencia una cancha de tenis, aunque él mismo no jugara tenis. En Suiza tenía una cuenta secreta, y puesto que los bancos suizos son avaros con los intereses, tenía todavía una cuenta secreta más en Alemania. Se divorció sólo una vez, porque se dio cuenta de que el divorcio salía relativamente caro. Con la primera esposa tenía dos hijos, con la segunda tenía una hija. Con los hijos se frecuentaba sólo escasamente. Desde que alcanzaron la mayoría de edad, no se veían más a menudo que una vez al año. También la segunda esposa le fastidió pronto, pero manejaba bastante bien el hogar y no le molestaba demasiado, tampoco se preocupaba por cómo él pasaba su tiempo libre. Ella era deportista, esquiaba y montaba a caballo, jugaba tenis, golf y nadaba bien, aunque nada de aquello le interesaba a él en lo más mínimo. De vez en cuando se conseguía una amante con quien dormía, pero por la cual usualmente no sentía nada y de la cual tampoco exigía sentimiento alguno. De vez en vez le preguntaba a su hija qué había de nuevo en la escuela, pero al día siguiente olvidaba su respuesta y nunca estaba seguro de qué año cursaba. Así luego terminó la escuela y se casó. Como regalo de boda recibió de su padre un nuevo automóvil, cuyo precio superaba el medio millón de coronas. Ese regalo la sorprendió, casi estaba dispuesta a creer que era un regalo de amor, pero era más bien el regalo de una mala conciencia o de un capricho instantáneo. De todas maneras, una cantidad así no significaba nada para Burda. Conocía a mucha gente, todo aquél que fuera su cliente, sin embargo no tenía amigos, a excepción de algunos cómplices con los cuales de vez en cuando tomaba unos tragos o ideaba transacciones comerciales. Cuando se acercaba a los sesenta, de repente empezó a sentir fatiga, perdió el apetito y paulatinamente fue adelgazando. Lo atribuía al modo de vida demasiado acelerado que llevaba. Su mujer naturalmente notó la metamorfosis y lo mandó al médico, pero él por principio no obedecía los consejos de su mujer, además temía que el médico le pudiese detectar algún padecimiento más serio. Decidió que iba a descansar más, que iba a darse el lujo de hacer algún viaje al extranjero que no fuese de negocios, también visitó a un famoso curandero que le preparó un té especial y le recomendó comer diario semillas de calabaza. Sin embargo, nada de esto le ayudó. Burda empezó a sufrir dolores en el estómago, en la noche se despertaba sudado, sediento y abatido por una extraña angustia. Finalmente decidió ir al médico. Éste pertenecía a sus viejos clientes, ya había curado a su primera esposa. Ahora trataba de aparentar que todo estaba bien, y pasó un rato conversando sobre un nuevo modelo de Honda. "¿ Es algo serio?", preguntó el vendedor de automóviles. "¿Quieres que sea completamente sincero?" El vendedor dudó, luego asintió con la cabeza. "Tienes que operarte cuanto antes", dijo el médico. "¿Y luego?" "Ya veremos". "¡Ajá!", entendió Burda, "esto me huele a muerte". "Todos estamos aquí por sólo un momento", dijo el médico, "pero no debemos perder la esperanza. Hasta que te abran, sabremos más". Aunque también sabía que alguna vez llegaría el momento en el que aparecería la muerte detrás de su cabeza, el vendedor de automóviles se encontraba inesperadamente sorprendido. Pues todavía le quedaban casi diez años para alcanzar la edad promedio de los hombres en nuestro país y además le parecía que la muerte llega con mayor frecuencia en forma de accidentes en la carretera. Y él era un excelente conductor. "Tenemos medicamentos cada vez más eficientes", agregó el médico, "así que no pierdas la esperanza". "Con respecto a los medicamentos, me puedo permitir cualquiera, por mucho que cuesten". "Yo sé", dijo el médico, "pero esto no es cuestión de dinero". "¿Es cuestión de qué?" El médico encogió los hombros. "De tu resistencia. De la voluntad divina o del destino, como sea que lo llamemos". Acordaron la operación para la semana siguiente, hasta entonces tuvo que someterse a todos los exámenes necesarios. Cuando llegó Burda a casa y su mujer le preguntó qué había detectado el médico, contestó con una sola palabra: "Moriré". Luego se fue a su recámara, se sentó en el sillón y pensó en la extrañeza de que quizá pronto no estaría aquí. El hombre siempre le había parecido similar a una máquina, la máquina y el hombre se desgastan tras una larga utilización, pero la máquina se puede mantener en marcha esencialmente por un tiempo ilimitado si se reponen constantemente sus partes. ¿Pero qué sucede con el hombre? Se le hizo cruelmente injusto que las partes humanas no fuesen en su mayoría renovables, mientras que una máquina muerta es en sí eterna, condenando entonces al hombre prematuramente a la destrucción. Luego le inquietó la pregunta: cómo procedería con su propiedad, qué haría con sus cuentas secretas. Cuando muriese, todo lo que tenía le pertenecería a su esposa e hijos. Se le hacía injusto, ya que ninguno de ellos había contribuido en manera alguna a lo que él había ganado. Además, recientemente le había regalado un auto a su hija y sus hijos no le hacían caso. La mujer lo cuidaba, pues le daba dinero con regularidad, hasta le daba dinero para ir a esquiar cada invierno y primavera a los Alpes, seguramente por ahí tuvo amantes, incluso supo de uno, porque accidentalmente encontró una carta en el bolso de su mujer, donde buscaba una cuenta. ¿Por qué ahora su esposa, tan sólo por haberse casado con él, debería recibir, aparte de todas sus propiedades y del dinero de la herencia, también el dinero del cual ni siquiera sospechaba? Luego reflexionó acerca de lo que le dijo el médico sobre la esperanza y la voluntad divina. Confiarse de la voluntad divina es ciertamente una tontería, igual que confiarse del destino. La voluntad divina es un engaño para los débiles y los pobres, mientras que el destino se comporta según se le pague. Hasta ese momento lo estaba sobornando exitosamente y ahora se resistía a la idea de que repentina e irremediablemente no se saliera con la suya. Esa misma tarde se sentó en su Mercedes, tomó su pasaporte y las cosas más necesarias para el viaje y se dirigió a la frontera. La cuenta suiza contenía algo más de cien mil francos, en la alemana había más dinero. Solicitó el dinero en efectivo ante el asombro de los cajeros. Regresó con el dinero la siguiente noche, escondió los billetes en una pequeña caja fuerte, cuyo código sólo él sabía. Al día siguiente fue a hacerse los primeros exámenes. Cuando se estaba preparando para ingresar al hospital, le surgió la pregunta de qué hacer con el dinero en la caja fuerte. El médico le advirtió que podría permanecer varias semanas en el hospital, es verdad que no mencionó la posibilidad de nunca abandonar el hospital, pero el vendedor de automóviles sabía que ni siquiera ésta se podía descartar. Incluso podría no salir con vida de la sala de operaciones. No quería dejar el dinero en su casa, ¿pero llevarlo consigo al hospital? ¿Dónde lo escondería? ¿Qué haría con él en el momento en que estuviera inconsciente en la mesa de operaciones? Finalmente decidió dividir los paquetes de cien mil en otros más pequeños, los metió en unas pantuflas viejas con hebillas y las cubrió con calcetines enrollados. Luego, ante su mujer, empacó las pantuflas en una caja, la pegó con cinta adhesiva y le pidió que se la llevase al hospital junto con algunos objetos más como otras pantuflas corrientes, una bolsa de viaje con artículos de tocador, dos números de una revista de automovilismo y el monedero con unos cientos de coronas, cuando se lo pidiese. Apartó unos miles de marcos en un sobre para el cirujano. Sin embargo ...
si quieren leer la obra completa visiten la pagina
http://www.letraslibres.com/index.php?art=6369
lo cual me dio origen para adaptar unn clasico de los doors people are strange
PEOPLE ARE STRANGE
THE DOORS
Gente extraña
Extraña es ella
Los ves horribles
Cuando sola estas
Se ven muy traviesas
Cuando no te quieren
Calles impares
Si tu abajo estas
Extraña es
Si ve caras al llover
Extraña es
No recuerda su nombre
Extraña es
Extraña es
Extraña es
Hello world!
Hace 1 año
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